martes, junio 14, 2011

Almonteño y Tempranillo

Temerario yo de mí mismo por no hartarme hasta el suicidio -profusa e insufrible exégesis mediante- de la insoportable levedad del ser (estar y parecer) humano medio, en cuanto el astro rey se empeña en hacernos mosquear y plantearnos que quizá el fotón pudiese resultar másico al fin y al cabo, cogotazo ultravioleta mediante, resumo y enuncio como la ninfa pizpireta que soy en más de un sentido bailando con Artemisa: ha llegado el verano.

Y si bien plantearse el por qué de que un país como España no tenga programa espacial podría zanjarse por cien mil y un argumentos, siendo hasta ahora el de más peso que el Endeavour no está hecho de ladrillo y argamasa, ayer se me ocurrió encender unos segundos mi aparato de televisión; propenso a la delusión por el calor y el hecho de que el sofá y mis calzoncillos empezaban a ser molestamente indistinguibles el uno del otro, disculpadme. Sentenciaré rápido: gentío saltaba una valla peligrosamente con afán y propósito de hacerle el conejito a una especie de idolillo repollero. Y luego lloraban con la amargura de Gernika.

No pude por menos que palparme el pecho en busca de bultos (también llamados "humanismo ilustrado"). El calor que atenazaba mis terminaciones nerviosas pasó a un segundo plano. Preocupación. Me masturbé lánguidamente durante horas mientras paladeaba mi Prado Enea, intentando hacer que las piezas encajasen de cualquier modo posible en mi rompecabezas mental. Y nada.

Yazco desolado. Me tenéis contento.

(Síntesis para el lector casual: ¿¡Pero estáis gilipollas, o qué!?)

1 comentario:

pseudosocióloga dijo...

La tele no hay que encenderla, jamás.